Reconectando con la vida salvaje
Un buen viaje deja un poso de recuerdo imborrable. El pasado agosto disfruté de un tipo de escapada muy diferente a las que estoy acostumbrado. Tanto por su destino como por el medio de transporte empleado, y es que realicé durante una semana un crucero por Alaska. A lo largo de esos siete días obtuve una serie de experiencias e impresiones que me gustaría compartir por aquí. No obstante, me gustaría avisar a navegantes (nunca mejor dicho) sobre algo evidente, y es que todo lo expresado hace referencia a mi experiencia personal. Basada en mis observaciones, circunstancias, clima y, tal vez, estado de ánimo. Es decir, conceptos puramente cambiantes y aleatorios, lo que implica que, si alguna vez os animáis a emprender el mismo recorrido, es probable que vuestra vivencia sea diferente.
Lo que peor llevo de viajar es el traslado en sí. La liturgia de los aeropuertos con sus interminables esperas e hileras de personas. Colas para facturar, colas para los controles, colas para entrar en el avión, colas para salir del avión, colas para recoger las maletas… Un proceso al que solo te puedes enfrentar cargando con las armas de la infinita paciencia, buena compañía y algún que otro entretenimiento electrónico.
Dicho esto, mi viaje arrancó en Vancouver que es una ciudad costera del oeste de Canadá bastante amplia y dividida en dos en más de un sentido. La primera impresión que me dio Vancouver es la de un oasis de civilización moderna contrastando con fuerza en mitad de un paisaje salvaje. Inmensas montañas se asoman desde fondo envolviendo la urbe con sus frondosos bosques y rodeando la costa con el azul profundo del océano pacífico. Edificios altos como los de Nueva York vestidos de un aire puro y fresco mientras el sol calienta las anchas calles donde los transeúntes caminan sin prisas por llegar a su destino. Se trata de una de las mayores ciudades de Canadá y a la vez no la sentí como tal. Pudiera ser por encontrar a la naturaleza siempre presente en forma de parques y árboles allí donde vayas, o por la brisa proveniente de las montañas y el mar. Pero mi percepción es la de un asentamiento futurista con el ambiente de un poblado perdido en la sierra. Me resultó muy agradable visitar su arquitectura y monumentos más emblemáticos. Aunque, eso sí, solo pude estar allí unas horas pues además de ser conocida como una de las ciudades más utilizadas para grabar por Hollywood, es famosa por ser el centro neurálgico de varios cruceros por el Pacífico. Entre todos esos inmensos buques se encontraba esperando el mío, el Celebrity Eclipse del Royal Caribbean Group, con más de 300 metros de eslora y 10 plantas de alto varado en el puerto a la espera de partir hacia Alaska, la última frontera.
Los cruceros actuales tienen todo tipo de lujos. Seguramente los más veteranos en este tipo de ocio estén más que acostumbrados a ellos, pero para los neófitos en esta colectividad flotante se sorprenderán con el tipo de entretenimientos que ofrecen pues tienden a ser como una mini ciudad flotante. Para empezar, todos los cruceros disponen de su parte hotel (los camarotes) con un servicio de habitaciones impecable. Diversos tipos de restaurantes, desde el desayuno buffet, que tiende a situarse en la cubierta, hasta restaurantes con mantel y lámparas de araña donde te sirven la cena a la carta con platos de lo más elaborados. Además, a lo largo del barco puedes encontrar otro tipo de ofertas gastronómicas como establecimientos de sushi, heladerías o chocolaterías. Por supuesto, hay varios bares-cafeterías donde tomar todo tipo de cócteles y bebidas. También encontraréis varios comercios distribuidos a lo largo del navío. Joyerías, tiendas de ropa, fragancias, souvenirs (para los más perezosos que no quieran bajar del barco), incluso una zona de subastas de arte. No puede faltar el casino ni un teatro en el que cada noche se representan espectáculos de lo más heterogéneos. Asimismo, en la azotea hay varias zonas donde ofrecen música en directo, piscinas cubiertas y al aire libre, spa, gimnasios, así como actividades que podrás encontrar en la aplicación para móvil que deberéis descargar antes de embarcar. Concretamente el Celebrity Eclipse ofrece desde una pequeña biblioteca hasta un jardín con césped real donde puedes jugar al minigolf o a la petanca. Y, lo mejor de todo, toda la bebida y comida está incluida (a excepción de algún cóctel más elaborado para que los más exigentes aumenten sus gastos a bordo).
En cuanto al recorrido, el primer día partimos de Vancouver, ciudad cercana a la frontera de Estados Unidos en su dirección sur, hacia el norte. Los menos diestros en geografía puede que no sepan dónde se encuentra Alaska con exactitud, pero seguramente sí tengan el conocimiento de que se trata de un territorio estadounidense. Por tanto, se preguntarán, ¿cómo es posible que, ascendiendo por Canadá, se termine en un territorio de EE. UU.? Aquí es donde me ajusto las gafas a la nariz con un dedo y me preparo para que repasemos un poco de historia, que, a nivel personal, me parece de lo más interesante. Alaska es un territorio costero de Estados Unidos que se encuentra ubicado al norte de Canadá. La historia de cómo llegaron los estadounidenses a adquirir ese territorio en mitad del país canadiense es de lo más curiosa.
Tras el descubrimiento de América por España, fueron varios los países que ambicionaron unirse a la colonización del Nuevo Mundo. Rusia no quiso ser menos y partió por el otro lado ansiando su parte del pastel, llegando a la región de Alaska en el siglo XVIII. Para el año 1790 ya existían varios asentamientos rusos en la zona que antes habitaban los Inuit (término actual utilizado para referirse a los esquimales) expandiéndose poco a poco. España llegó a adquirir algunas ciudades también alegando el territorio como suyo según el Tratado de Tordesillas, ciudades que hoy en día siguen estando en español como Valdez o Cardova. Tierras que, como muchas otras de América, España terminaría finalmente cediendo a Estados Unidos tras el tratado de Adams-Onís en 1819, fracturando así el Virreinato de Nueva España. No obstante, quedaban los territorios de los rusos. ¿Cómo logró Estados Unidos arrebatar estos terrenos a Rusia? La respuesta es bastante menos bélica de lo que uno podría imaginar. Fue mediante una compraventa. Y es que el 1 de agosto de 1867 se llevó a cabo la compra de Alaska por 7,6 millones de dólares. Medida que fue considerada impopular en su momento pues aquellas lejanas tierras suponían un gasto innecesario al desposeer de cualquier atractivo para la población americana. Hasta que terminó demostrándose haber sido un negocio fructífero con la llegada de la fiebre del oro y el descubrimiento de los varios pozos de petróleo que albergaban aquellas salvajes propiedades.
Terminada la clase de historia, seguimos con mi viaje. El segundo día seguimos ascendiendo por el Pacífico Norte. Dejamos de ver la costa para pasar a disfrutar del conocido como “el apacible océano” (de ahí su nombre), que ese día no lo fue tanto. Acostumbrado a los cruceros por el Mediterráneo, no era consciente de que a veces el mar decide mostrar su temperamento empujando al navío más de lo que mi cabeza puede ignorar. Aquel día todos a bordo sufrimos algún que otro mareo, sobre todo hacia la noche. No fue nada grave y, afortunadamente, no se volvió a repetir la desagradable experiencia posteriormente.
El tercer día desembarcamos en nuestro primer destino: Icy Strait Point. Se trata de un minúsculo asentamiento bastante rudimentario y modesto en mitad de un inmenso bosque de piceas (similar al abeto, pero mucho más alto). En apenas 15 minutos se recorre el puerto, pero cuenta con dos interesantes ofertas turísticas. Por un lado, se puede tomar un teleférico que recorre las montañas hasta llegar a uno de los picos más altos y nevados de la zona, donde las vistas prometen ser espectaculares. Sin embargo, yo opté por la segunda opción. Una visita a la población local de Hoonah.
Hoonah es un poblado con apenas un censo de 760 habitantes. Su nombre significa “donde el viento del norte no sopla” en la lengua de los Tlingit y podría resumirse como dos calles perpendiculares cerca de la costa. Nuestra guía era una descendiente directa de aquellas tribus americanas, por lo que nos pudo hablar de algunas de las costumbres y creencias de sus antepasados, así como en un momento dado ponerse a cantar una antigua canción indígena bastante bonita. Nos trasladaron a una zona para ver osos, donde reinaba un silencioso respeto y veneración por la naturaleza, que ningún turista se atrevió a romper con una palabra. Escuchamos varias historias sobre la consideración que le debemos a la Madre Naturaleza, pues es aquella que nos proporciona el alimento, nos protege y nos permite vivir en este planeta y que engloba desde el árbol más pequeño, hasta el lobo más salvaje. Para el final de la excursión me vi sorprendido al vigilar mis pasos por si pisaba sin querer la vegetación silvestre del lugar. Algo que no somos conscientes en nuestro día a día. Dato interesante y que viene a cuento, varias investigaciones científicas han descubierto recientemente que todas las plantas emiten sonidos de dolor que otras escuchan cuando se las corta. Curioso que la ciencia reafirme las creencias religiosas arcaicas de una población desaparecida. Sin duda, todo esto fue una experiencia edulcorada para turistas, pero de vez en cuando es hermoso dejarse llevar por el amor a la naturaleza, que tantas veces tendemos a ignorar.
Con todas estas historias rondándome, llegó el tercer día de navegación. La mañana comenzó fría y poco apacible en comparación con el día anterior en Hoonah. Desde el barco empezó a nublarse y a caer una suave llovizna que nos hizo refugiarnos a todos en nuestros camarotes o en las cafeterías. En la terraza de mi habitación, comencé a ver pequeños bloques de hielo chocando con el crucero. Poco a poco los esporádicos trozos helados comenzaron a volverse más grandes y habituales. Al cabo de unas horas, la lluvia se transformó en nieve y la voz del capitán resonó por todo el barco informándonos de nuestro destino: acabábamos de llegar al Glaciar Hubbard.
Un inmenso muro de hielo nos rodeaba y se perdía en la distancia, envolviéndonos. El frío nos helaba las manos y la nariz, a pesar de las varias capas térmicas, bufandas y gorro que llevaba puesto. El vaho al respirar se elevaba con espesor como si fuéramos pequeñas chimeneas liberando nuestro calor mientras temblábamos para recuperarlo. Para esta excursión el barco no llegaba a puerto, pues como el glaciar se encuentra en mitad del océano no tiene ningún puerto al que amarrarse. Se quedó fondeando, con el ancla echada y a una distancia prudencial, pues todo aquel que haya visto “Titanic” sabrá del peligro que supone para el fuselaje de los barcos rozar con el hielo. Por tanto, las excursiones se hacían en los barcos más pequeños que salían del propio crucero, como una madre pato dejando salir a jugar a sus polluelos en la nieve.
Con un guía explicando lo que veíamos, nos fuimos acercando lentamente al glaciar hasta estar casi bajo él. La imagen era escalofriante en más de un sentido. Nunca había sentido lo que era no poder ver el cielo porque un gigantesco muro blanco me cubriera allí donde alcanzaba mi vista hasta perderse en la niebla. Mirando hacia atrás, el inmenso crucero apenas parecía un delicado bote en el mar azul rodeado de islas flotantes de hielo y el descomunal muro congelado que parecía inclinarse hacia él amenazante. Ensordecedores eran los diversos crujidos provenientes del hielo partiéndose que tronaban en el silencio cada poco rato. Logramos ver cómo se caía un trozo de glaciar, cuya ola expansiva movió nuestro barco, mientras nos explicaron que se trataba de un proceso natural que ocurría durante el verano. Decidí quedarme durante todo el viaje en la cubierta al aire libre y gélido. Acompañado solo por un preadolescente igual de valiente, o de inconsciente, que yo. Y es que la nieve me estaba calando hasta los huesos como si me hubieran rescatado del mar. Pero no todos los días tiene uno la oportunidad de observar a escasos 50 metros un glaciar. Quería rebañar hasta el final esa imagen para empapar mi cerebro de esa sensación tan sobrecogedora lo máximo posible. Además, disfruté del diálogo interno que tenemos a veces al enfrentarnos a la belleza e inmensidad de la naturaleza pura. Hasta pude ver a algunos leones marinos asomando sus curiosas cabezas para vernos. Debo confesar con vergüenza que hasta les saludé. Dicen que lo mejor de esquiar es volver a la cabaña y calentarse. Yo no diría lo mismo pues la impresión de ver un glaciar por primera vez no creo que compita con la ducha calentita posterior, pero digamos que fue un buen remate a la experiencia. Mi ropa no terminó de secarse hasta que volví a Madrid. Yo creo que no superó el shock de ese momento.
Tras esta excursión, antes del anochecer, el capitán dio orden de dar la vuelta y comenzamos el descenso de nuestro viaje. Aquel fue el día que más al norte de nuestro planeta he estado hasta el día de hoy. Y es un día que difícilmente olvidaré.
El quinto día llegamos a Juneau, capital de Alaska. Una ciudad con una sorprendentemente buena gastronomía, paisaje y hasta su propio glaciar entre las montañas. La única forma de acceder es mediante barco o hidroaviones, que se ven bastante a menudo aterrizando y despegando por el mar. La calle principal está repleta de tiendas para turistas. Llegué a entrar en una tematizada con objetos navideños que se había adelantado al mismísimo El Corte Inglés. Después de recorrer el centro, probé la gastronomía local repleta de deliciosos platos y el King Crab, una especie de centollo con gigantismo similar tanto en sabor como textura y que es bastante delicioso. Acudí con el estómago lleno al puerto para mi siguiente excursión, que consistía en montar en barco para observar a unos animales majestuosos en tamaño y actitud: las ballenas jorobadas.
En verano las ballenas jorobadas acuden a la ciudad para alimentarse antes de volver a aguas más cálidas para reproducirse. Se las pueden ver fácilmente, asomándose juguetonas y curiosas para todo aquel que desee verlas. Es así, otro momento de conexión con nuestro entorno. Estos animales son inmensos y, sin embargo, bastante calmados e inofensivos. De hecho, se cuenta que son bastante amigos de los humanos, pues son varios los reportes de historias en las cuales han rescatado y salvado de peligros a personas en más de una ocasión; y tienen fama de ser los enemigos de las orcas, las ballenas asesinas. Son también unas supervivientes. Y es que algo que podemos celebrar desde hace unos años es el logro de este ejemplar por volver a repoblarse, escapando así del peligro de extinción que sufrían debido al abuso en su persecución y caza desde el año 1800 que las llevó a su casi total desaparición del mundo.
El sexto día llegamos a nuestro último destino en Alaska, la población de Ketchikan, otra ciudad costera, mucho más civilizada y amplia que Hoonah pero más pequeña que Juneau. Las casas de madera son grandes y hogareñas. Hasta tiene calles con bares y restaurantes, con varias tiendas para los turistas y no tan turistas. Tiene un museo y hasta su propia iglesia ortodoxa. La ciudad tiene un bonito encanto, rodeado de montañas y bosques con altas copas de árboles perennes. Ketchikan se trata de un antiguo asentamiento de buscadores de oro que actualmente vive del turismo y la pesca. Y es que aquí tuve la suerte de poder avistar salmones en la temporada de desove, otros animales marinos, más pequeños en tamaño, pero igual o más perseverantes ante la supervivencia que las ballenas jorobadas.
Recorrí gran parte de un río donde pude observar a los millones de salmones que venían del mar, luchando incansables contra la corriente por tratar de llegar hasta arriba y continuar el ciclo de su especie. La historia de la vida de un salmón es la historia de la resiliencia más estoica. Nacen en los ríos y viajan hacia el mar para desarrollarse allí. Después, al llegar a su etapa adulta, emprenden un viaje de varios kilómetros. Siempre cuesta arriba, luchando frente a los rápidos y brincando para sortear todos los peligros y obstáculos que se encontrarán en su tortuoso camino. Pude ver a miles de ellos esforzándose por nadar con toda la fibra de su ser para simplemente mantenerse en su misma posición, esforzándose simplemente por no ceder un segundo y que la potencia de la corriente los arrastre de vuelta al mar. Cuando uno decide tomar la iniciativa y saltar para llegar a la parte de arriba de una cascada, se trata de un verdadero salto de fe. Un salmón puede estar varios minutos hasta sacar las fuerzas para hacerlo y, en el mejor de los casos, logra subir y avanzar, pero lo más habitual es que lo haga para verse impelido de nuevo por la cascada y volver a su posición inicial. En el peor, salta para acabar fuera del río y morir asfixiado sabiendo que lo intentó, como tantos otros a su alrededor que saltan por el suelo y tampoco tuvieron éxito. Mientras los observas no puedes evitar sentirte bien por aquel que logra haber avanzado un poco más. Este, se trata de su largo y sufrido viaje para llegar hasta el mismo sitio que nació y que se encuentra clavado en su memoria: río arriba, lejos de los depredadores. Es el lugar ideal para poner sus huevos. Y, una vez lo hacen, ya sí, se dejan morir para que la siguiente generación cumpla el ciclo que tantas veces antes se ha hecho y tantas se volverá a hacer. Muy pocos son los que llegan, pero tanto los que triunfan como los que no, lucharon hasta el final. Cuántas lecciones se pueden aprender simplemente observando nuestra naturaleza.
El séptimo díalo pasamos en el mar sabiendo que al día siguiente atracaríamos en Vancouver de nuevo. Fue un día de transición, un día-puente entre las experiencias con la naturaleza y la vuelta a la ruidosa civilización. Poco a poco nuestra conexión con la vida silvestre se rompió para retornar a la masificación de personas, humo, transporte, cemento y metal. Y yo, satisfecho de este viaje, me quedé con una profunda reflexión mientras observaba desde la ventanilla de mi asiento en el avión y me despedía de las montañas y el hielo. Y es que, con tantas prisas, música saliendo de nuestros auriculares, redes sociales que nos conectan con los que están lejos para alejarnos de los que tenemos cerca, no podía evitar pensar que, a veces, la misma naturaleza es el más puro de los entretenimientos que tenemos.
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