Dios es uno mismo
Cada miércoles, una nueva función de la obra “Dios no tiene tiempo libre” estará preparada para ser representada en el Teatro del Arte. Dirigida y escrita por Lucía Etxebarria, durante más de una hora y media, los espectadores descubrirán cuál es el verdadero valor que tienen los sentimientos y la manera en que creemos que simbólicamente Dios juega con ellos. De la mano de los intérpretes Antonio Coz, Ruth Díaz y Carmen Gutiérrez, nos adentramos en una historia conmovedora a la par que desgarradora, que nos hará reflexionar incluso una vez abandonado el teatro. Esta obra denominada “comedia negra y romántica” es recomendada para aquellos que disfruten con la crisis de identidad y con los finales no previsibles, con aquellos que envuelven la trama en un halo de incertidumbre desde el primer minuto al último.
En la variada programación del Teatro del Arte cabe destacar la representación de la obra “Dios no tiene tiempo libre” que hasta el día de hoy ha recibido buenas y variadas críticas. Cada miércoles a las ocho y media de la tarde, la historia de tres personajes hará las delicias de un público que está con las pilas a medio cargar por aquello de que ya se va notando el paso, y el peso, de la semana.
En el citado teatro ubicado en la calle San Cosme y San Damián número 3, los espectadores podrán ser testigos de una trama que está repletada de tintes cómicos, pero también dramáticos. Y nada mejor que poder apreciarlo en un teatro independiente ubicado en el corazón del castizo Lavapiés, que sin duda, se ha configurado como un auténtico barrio de espacios alternativos. Las entradas, disponibles desde diez euros, se pueden reservar en el propio Teatro del Arte, aunque también a través de la página oficial del espacio de representación en cuestión.
En esta ocasión, la dirección corre a cargo de la escritora Lucía Etxebarría que nos muestra un guión muy completo, en el cual lleva mucho tiempo trabajando. A pesar de las dificultades experimentadas en el sector teatral, este año la escritora ha podido llevarlo a las tablas, por lo que todo el equipo debe encontrarse entusiasmado con esta obra de producción propia que destaca por su creatividad. La directora ha querido que “Dios no tiene tiempo libre” se centre en los personajes y sus vivencias, por lo que la escenografía es mínima. Nos encontramos con una función que parece que está empezada a medida que los espectadores van tomando asiento. Pero nada más lejos de la realidad, la obra todavía no ha dado comienzo, aunque los actores estén quietos, como estatuas. Lo que pasa es que, en este tipo de teatros, no se abre el telón, las simbólicas cortinas rojas que tenemos en nuestro imaginario colectivo ya están abiertas y los actores desnudos al público antes de la señal que significa el comienzo del espectáculo teatral.
A pesar de que la escenográfica sea reducida, el vestuario y la iluminación están muy bien cuidados. Así, cabe destacar que una de las protagonistas se cambia más de cuatro veces de modelo, y esto permite entender el cambio de escena así como el transcurso lineal del tiempo, y también sirve para aportar visualmente el contexto que todo espectador necesita para entender una historia. Sin duda se orienta la mirada y la atención de todos los allí presentes. Asimismo, el juego de luces marca el ritmo de la función y advierte a los actores de su momento para intervenir en la conversación que no cesa durante más de hora y media. En un mismo espacio, las luces, unas más tenues y otras más brillantes, rompen el simbólico escenario en dos, por un lado un bar y, por otro, la habitación de un hospital, que se convertirán en los principales lugares donde se desarrollará la acción.
La trama gira en torno a tres personajes de los cuales solo hay uno masculino, David, un hombre de mediana edad que no ha dejado escapar un tren en su vida. Quizás, con el paso de los años, él se empieza a dar cuenta que los ha cogido en estaciones equivocadas. Y, claro, las consecuencias en muchas ocasiones se sufren tiempo después de que uno cometa un error. Es en ese momento cuando quieres algo y no lo tienes. O cuando anhelas aquello que tuviste, pero que rechazaste y que hoy se merece una segunda oportunidad.
A pesar de que el público se encuentra muy cerca, a pie del escenario simbólico, se produce cierta distancia con los actores debido a que el espacio del que disponen es bastante amplio y pueden campar a sus anchas sin rozar a los espectadores. Lo importante, a fin de cuentas, es que en el silencio de la obra, los intérpretes oigan sus corazones palpitar y sus alientos cortarse en los momentos de acción que para ellos, precisamente, exigen más concentración. Y es que a medida que avanza la trama el espectador se engancha y su atención pende de un hilo muy frágil, casi invisible, que en el momento en que parece que va a desengancharse, se vuelve a tensar, llegando así otro momento que culmina en pocos minutos.
Estos tiempos, que generan una especial emoción en los asistentes, dependen del trabajo realizado por los profesionales del teatro. Su experiencia previa hace creíble su actuación. Y es que todos ellos pueden llegar a ser conocidos por los espectadores a raíz de sus trabajos anteriores. Así, nos encontramos con Carmen Gutiérrez, cuya aparición en series como «Cuéntame» y «Los misterios de Laura» son más que destacables o con Antonio de Cos que tuvo la suerte de formar parte, aunque de forma secundaria, de la exitosa serie «La que se avecina». Por último, cabe nombrar a la joven Ruth Díaz, una actriz que ha debutado recientemente en la dirección cinematográfica con «Por siempre jamón».
En “Dios no tiene tiempo libre”, cada uno de los actores mencionados tiene su papel asignado, se distingue cada rol porque sus personajes son muy distintos y sienten y padecen de manera diferente. No obstante, hay algo que los une, que incluso se traslada a algunos de los presentes: la crisis de identidad. Parece que no saben quién son ni lo que quieren y lo que es peor: lo que quieren, lo temen, lo alejan de sus perspectivas de futuro y lo convierten en metas inalcanzables amarrándose a un clavo ardiendo para poder sobrevivir, que no es lo mismo que vivir. Todo lo trasladan al azar, al antojo de un ser omnipresente, cuando precisamente se transmite lo que bien se enuncia en el título de la obra, que Dios no tiene tiempo libre.
Se ponen de relieve las relaciones que se establecen entre personas de diferentes sexos. Todo empieza con lo que se supone que es una cita a ciegas, que tiene como protagonista a David, un actor algo mediocre, pero con ilusión. El problema aparece cuando David no es quien dice ser. A partir de aquí, un auténtico melodrama envolverá a los protagonistas, los cuales, utilizan todo tipo de herramientas para ridiculizar situaciones que en nuestra realidad serían extremas.
En este punto cabe puntualizar la inclusión de la corrupción política, que en los tiempos que corren es todo un acierto insertar en una obra de teatro, porque refleja una situación real. Así, serán las protagonistas femeninas, Elena y Alexia, las que nos descubran la vida de lujo que se puede llegar a vivir, siempre con una venda en los ojos, claro. Y, posteriormente, cubrirse las espaldas con aquello de “si lo he visto, no me acuerdo”. Como todos sabemos, lo peor es el consentimiento implícito de acciones ilícitas relacionadas con la malversación de fondos.
La obra incluye el tema de la muerte desde varias perspectivas, sobre todo, enfocado hacia el miedo que sentimos todos cuando nos llega la hora y nos damos cuenta que en esta vida sólo estamos de paso. Ese momento del juicio final se concibe como uno de los más dolorosos, aunque como se demuestra en la obra, siempre tiene cabida la esperanza. De hecho, en este caso, se nos habla de toda una resurrección vital, ya que hay personas que se dejan morir de tristeza por todos los errores que han cometido. Todas ellas podrían sobrevivir si tan solo se les inyectara un ápice de ilusión, de ganas y alegría de vivir.
La obra se plantea como un constante interrogante, por lo que el público en todo momento se estará preguntando quién miente a quién, y, en definitiva, quién es la víctima, si la hubiere. Todas estas cuestiones se irán resolviendo a medida que avance la trama, aunque siempre con sorpresas, hasta el momento final, con el objetivo de mantener al espectador en vilo. Por ello, no es de extrañar que se incluyan venganzas ya que, como sabemos, siempre existen rencillas familiares que, cuando menos esperamos, salen a la luz y rompen la aparente calma. Estas venganzas están causadas por la traición y los celos que todos podemos experimentar en un periodo, aunque la mayoría de las veces no estén justificadas.
Afortunadamente, la obra no sólo refleja la crueldad de los protagonistas, el lado oscuro que todos tienen, si no que se aprecia la ternura cuando el amor inunda la escena. En estos minutos, el resentimiento o la codicia se quedan aparcados y hacen ver lo verdaderamente importante en esta vida. No obstante, nos hallamos con personajes autodestructivos, que tienden irrevocablemente a la infelicidad y cuya agonía se traslada a las butacas. Todo ello en forma de dolor. Y, contradictoriamente, de esperanza.
Con tal alboroto de emociones, merece la pena desplazarse hasta el centro de Madrid para observar de primera mano esta obra que en sí refleja un combate de sentimientos con aquellos que nos rodean y que queremos, pero sobre todo, una lucha interna que libramos cada día con nosotros mismos. Y lo que es más importante, vale la pena invertir nuestro dinero en un buen texto que, con pocos medios, ha sabido mantenerse en el teatro para transmitirnos que el destino depende de uno mismo.
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