Crítica: obra ”Novecento: El pianista del océano”

La tierra es un barco demasiado grande

El pasado 31 de marzo el veterano actor Miguel Rellán dio por finalizada su andadura en el Teatro Lara con “Novecento: el pianista del océano”. Este monólogo de más de una hora de duración, que también estuvo en el Teatro Español, ha dejado el listón muy alto en la Sala Off del emblemático teatro madrileño. Ha sido tal el éxito de la obra que el intérprete ha recibido varios premios por su actuación, entre ellos el de “mejor actor” de teatro por la Unión de Actores. Dirigida por Raúl Fuertes, la obra nos traslada a las entrañas del mar, donde la vida se vive de otra manera y donde los tripulantes de los barcos siempre tienen historias y sueños fascinantes para compartir. ¿Nos acompañáis en este viaje marítimo?

“Novecento: el pianista del océano” es una historia que te atrapa desde que Miguel Rellán aparece sobre las tablas. Los espectadores no saben qué se van a encontrar, no hay nada sobre el escenario inicial y todo lo que va a ocurrir a continuación es una sorpresa. Los diferentes tonos de voz del actor van hilando perfectamente el contenido y enganchando cada vez más en la trama. Ésta trata la historia de un pianista, Novecento, que surcó los mares durante más de treinta años en busca de la felicidad. El joven siempre había permanecido en un barco por una razón que sólo podrá ser desvelada en la sala donde se representa la función. Su vida y obra se cuentan a través de su mejor amigo, un trompetista que lo acompañó durante algunos años a bordo de aquel buque insignia donde los sueños estaban patrocinados por una gran compañía naval.

Esta historia retrata una época que a todos nos resulta cuanto menos familiar, ya que son numerosas las películas que nos han proporcionado su visión en nuestro imaginario colectivo. Nos encontramos entre los años veinte y cuarenta del siglo XX. Los “felices años veinte” se van evaporando en manos de una crisis económica y de la proximidad de una guerra que daña seriamente a las clases bajas y altas, pero que aún conserva ciertos toques de las memorables fiestas de antaño, y más en un barco. Gracias a este conocimiento previo de la situación que, en cierta forma, se retrata, el público puede contextualizar el mundo de Novecento y empatizar más con un personaje mágico que enamora a los asistentes gracias a su ternura y a los rasgos humanos que desprende. 

La obra nos hará reír, aunque no se trata del humor barato que los espectadores tienen asociados a los monólogos, sino más bien de una carcajada sincera que aparece de forma espontánea y que resuena en momentos puntuales. Y es que el peso dramático se funde en una historia que entiende todo el mundo por la claridad con la que es expresada. Sorprende que un único actor, sin atrezzo ni música de ningún tipo, sea capaz de permanecer durante más de una hora inmóvil frente a los espectadores haciéndolos sentir el sonido de las olas y también la angustia del protagonista ante algunas circunstancias.

Ni siquiera una gran luminosidad es necesaria en este espectáculo teatral, ésta es tenue para dar mayor intimismo a la estancia. Sin embargo, la luz va disminuyendo más si cabe según se aproximan los momentos más emocionantes. El ambiente que se desprende es cercano y emotivo, lo que contribuye a que los espectadores se involucren en aquello que se está contando. Miguel hace suyo el espacio, lo llena con la magia de su voz que nos hace caminar imaginariamente por varias estancias del barco. Así, a través de las palabras, la historia queda reflejada en nuestra mente, fluyendo mediante una serie de imágenes inventadas al gusto del espectador y guiadas por la impecable narración del protagonista.

Para apreciar esta obra como merece casi sería conveniente cerrar los ojos y dejarse guiar por la historia que cuenta Miguel Rellán. Se apreciaría el rostro de los protagonistas con nitidez y cada una de las acciones aparecería en medio de la oscuridad de nuestros párpados cerrados. Se puede decir que se asemejaría a una forma de realidad virtual poética, sin necesidad de aparatos, sino solo la voz de un gran actor y el poder de dejarse llevar por las sensaciones que éste transmite. Sin embargo, no resulta conveniente hacer esto, ya que en ese caso la actuación del intérprete quedaría relegada a su sonido vocal y no se podrían apreciar sus gestos. Este aspecto resulta fundamental en la obra, ya que el cuerpo apoya todo lo que se va diciendo con palabras.

El trabajo bien hecho se gratifica más tarde o más temprano. De esta manera, el esfuerzo siempre se ve recompensando. En el caso de Miguel, los aplausos del público que se levanta de sus sillas inquietado al final de la obra es posiblemente el mejor regalo que le podían hacer por su papel. No hay nada más bonito que apreciar cómo otras personas se emocionan con aquello que estás contando y que han disfrutado con la función. Tampoco faltaron los vítores y las alabanzas por su gran labor. A la salida del teatro no eran pocos los espectadores que le esperaban pacientemente para felicitarle y agradecerle en persona los buenos y emotivos momentos que les había brindado con su actuación. No obstante, los reconocimientos en el sector también deben ser valorados positivamente ya que es una manera de mostrar a los compañeros que se sigue en activo en una profesión tan desnivelada en los tiempos que corren.

El sindicado de “Unión de Actores” quiso ser uno de los primeros en entregar un galardón a Rellán por su actuación en el monólogo. Así, en la XXIV gala celebrada el 9 de marzo en el Teatro La Latina obtuvo la estatuilla de “mejor actor protagonista de teatro”. Este polifacético profesional no fue el único que se alzó con un premio esa noche ya que numerosos compañeros del cine, televisión y teatro se proclamaron como vencedores en las diferentes categorías propuestas en un evento que sirvió como reivindicación del arte dramático. El protagonista de “Novecento” opta también a otro premio, el Max, en la misma categoría que el que ya le ha sido otorgado. En esta ocasión, se enfrenta, entre otros, a su compañero en la obra “Jugadores”, Jesús Castejón, con la que se encuentran de gira por la geografía española. El fallo de los Premios Max se producirá el próximo 18 de mayo en la Sala BARTS de Barcelona.

La obra nos descubre la cara y la cruz de una vida marcada por el temor al destino. Un miedo que es compartido seguramente por cada una de las personas que ha pisado la sala. Todos tenemos miedo, quizás si no fuera por esta sensación de angustia por saber qué nos tiene preparado el porvenir, la vida no sería tan apasionante. Puede que esta sea la razón por la que Novecento temía abandonar el barco, porque más allá de este hogar los caminos que tomar están muy diversificados. La tierra hace frente al mar que parece llegar a ser más acogedor y menos bravo de lo que se pinta. Todo lo desconocido provoca temor, pero no hay que dejarse vencer por él. Hay un mundo entero por descubrir, por conocer, miles de culturas y experiencia magníficas. Sin embargo, muchas veces el miedo no es el único obstáculo, la nostalgia y el amor también son fundamentales para entender ciertas actitudes del protagonista que para muchos no serían comprensibles. Al fin y al cabo, Novecento elige vivir la vida desde un barco con la compañía de las teclas de un piano.

Se podría decir que el barco es la única patria de Novecento, su hogar. Ahí se encuentran su mundo, aquellos a los que considera su familia y sus sueños. Se trata de un idealista en cuanto a forma de existencia y de pensamiento que no se ha corrompido por los aspectos deshumanizadores de la vida terrestre. Es un personaje que vive tranquilo con las pequeñas cosas, con aquellas que le hacen dichoso, sin pensar en nada más. Se limita a vivir, que al fin y al cabo es lo más importante. Durante esta obra nos damos cuenta de la importancia a la hora de disfrutar de aquello que nos inunda el corazón, más allá de las responsabilidades que al lado de lo que nos hace felices resultan nimiedades. Se trata de un canto a la vida y a las pasiones que nadie deberíamos olvidar.  Miguel se despidió por todo lo alto del Teatro Lara mostrándose completamente agradecido con los espectadores que una vez más habían vuelto a llenar la sala y a acompañarle en su particular viaje en el tiempo. Entre el público se podían encontrar  rostros conocidos como el de la actriz Manuela Velasco que no quiso perderse el fin de temporada de una de las obras más nostálgicas de la cartelera madrileña. Cada una de las funciones se ha convertido en todo un reto interpretativo para el actor y superarlo representación tras representación le permitirá cada nuevo día seguir manteniéndose en esa cuerda floja y apasionante de la que está compuesta el mundo interpretativo. Es hora ya de despedirse de un personaje que te deja con el corazón en un puño y con un nudo en la garganta. Sin embargo, no será una despedida definitiva, ya que Novecento y su amigo trompetista permanecerán en nuestros corazones durante mucho tiempo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio