Crítica: obra “Nunca he estado en Dublín”

Una historia sobre la aceptación desde varios puntos de vista

El Teatro Pavón acoge la obra más impalpable de la temporada. La Pascua se amplía hasta abril con Nunca he estado en Dublín, una comedia de situación con el clásico tema de “vuelve a casa por Navidad”. Fernando Bernués (más que conocido en el sector) es el encargado de dar luz a este escenario con lamparitas de Ikea, a modo de guirnaldas, en un salón grande, de una familia de clase media, de ciudad, con el árbol con luces en la terraza acristalada. Un sofá en forma de L, una mesa para cenar y unos cuantos objetos serán el atrezo para el gran evento que se cierne en la Nochebuena, y que ya nos va dando pistas. Pero la familia Amesti no está preparada para lo que se les viene encima. Pues Elena, su hija mayor, vuelve de Londres, después de estar tres años sin ver a sus padres ni a su hermano, para presentarles a su novia Cindy.

Cindy es irlandesa y le ha devuelto la alegría a Elena, así que los tres miembros de la familia se visten de ocasión para recibirlas con honores, incluso los padres se preparan a conciencia villancicos en inglés y frases típicas de cualquier librito de Frases típicas en inglés, con alguna mención a que ya han superado que su hija sea lesbiana (algún día se normalizará la homosexualidad en el teatro). No obstante, Cindy (dublinesa, de ahí el título de la obra) es la estrella de la corona, la sorpresa del roscón, y es de una forma que va a costar digerir… ¡y mucho!

Cindy es silenciosa, transparente, generosa, y el detonante para que Nunca he estado en Dublín se convierta en una representación un tanto surrealista. Además, conseguirá sacar los miedos y preocupaciones de la familia, sus fantasías y momentos hilarantes. Sin embargo, Cindy actúa como el demiurgo para que toda la familia consiga ser feliz.

Pero ¿qué le pasa a familia? Si lo analizamos, todos presentan alguna tara. ¿Por qué ninguno está cuerdo? Eva Hache (que actúa, creo yo, como gran reclamo para ir a ver la función), la madre, no sabe usar una tablet, lo que traerá terribles consecuencias que solo Cindy podrá solucionar; Carolina Rubio nos brinda un gran trabajo gestual que gusta y hace reír, no diré lo contrario, tiene un papel valiente y enriquecedor; Iñigo Azpiate personifica al hermano mayor, un niño metido en el cuerpo de un hombre de cuarenta años, en proceso de divorcio, con un hijo al que no ve; e Iñigo Aramburu, un marido que borda el papel, pero que también tiene lo suyo, en paro y contento porque su situación de desempleado es vital como crecimiento personal. El desfile de patologías se desenvuelve bien sobre las tablas, ojo, y cada espectador se puede posicionar en el punto de vista que desee, eso me ha gustado. Incluso en ese final abierto, digno de un debate psicológico con diván incluido.

La obra es de Markos Goikolea, y en la dirección tenemos a la actriz, directora y guionista Mireia Gabilondo. Es una representación que hace reír, que gusta. No me ha resultado redonda, pero consigue abstraerte de lo que hay fuera de la sala de butacas. El tema central se me ha hecho en ocasiones repetitivo, no avanza, no profundiza. Sí es gracioso, y busca su hilaridad en ese “¿qué hemos hecho mal?” de los padres, y el espectador la encuentra para descubrir que es una historia sobre la aceptación. En verdad, todo en la vida consiste en eso, en la aceptación, por muy inverosímil que nos pueda parecer.

Si queréis conocer a Cindy, solo tenéis que ir al Teatro Pavón del 5 de febrero hasta el 27 de abril. ¡La familia Amesti os espera!

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