Un diálogo regio entre dos grandes actores
Se sube el telón en el Teatro Infanta Isabel de Madrid, el escenario es sobrio. Sobrio en sus líneas y colores. La escena se desarrolla en la habitación de un hotel. Ella y Él están abrazados sentados sobre la mesa. El público, voyeur, es testigo de ese momento que roza el erotismo. Una mano subiendo por su pierna, un beso desaforado, dos cuerpos imantados con un presente roto. Ella y Él están divorciados, así que esos dos cuerpos imantados pronto se separan para reprochar, recordar y acariciar la vida que tuvieron juntos. De esto trata La música, de un encuentro entre dos personas que se han divorciado, con unas pasiones dignas de un folletín francés. Y no es para menos, ya que la idea original reside en la escritora Marguerite Duras (1914-1996), con sonoras novelas como El amante o El dolor.
Magüi Mira, con una colección extensa de premios y actuaciones en cine, televisión y teatro, ha sido la encargada de la dirección y de versionar esta obra de la escritora y cineasta francesa Marguerite Duras, que construye sus obras desde la perspectiva femenina. Duras comenzó a escribir este encargo para la televisión inglesa en 1965 y al año siguiente se adaptó al cine. ¿El guion es el original? No exactamente, Mira ha hecho cambios en las edades de los personajes, pero el conflicto sigue siendo el mismo. Okapi es la productora de La música, que abraza a un increíble equipo técnico y artístico con un único propósito: invadir vuestra sensibilidad.
Los actores, interpretados por Ana Duato y Darío Grandinetti, hablan desde la experiencia y la madurez, lo hacen con aplomo, del día de su boda, del amor que arrasó sus vidas, o de la escasa comunicación que aconteció después. Amantes, bares, infidelidades. Lo tenían todo y ese todo lo echaron por la borda. Él, arquitecto de profesión, aireó su relación, diciendo que ella era “una hipócrita sin corazón y una inútil para la casa”. Ella se cansó de ese infierno en soledad y decidió viajar a París, ¿ese fue acaso el punto de inflexión? De cualquier manera, ahora se han vuelto a encontrar en la que fue su casa, un hotel donde ambos vivían antes de mudarse, y que se une a esa sobriedad tan bien escenificada donde menos es más.
Ella ha conseguido descargar muchas culpas, ahora se siente más libre, su carga emocional ya no la somete, ya puede hablar del infierno que vivieron. Pero todavía quedan resquicios, ascuas que nada tienen que ver con el amor fiel, sino con todo ese dolor imposible de olvidar. Él todavía siente más dolor, su amor está más latente, aunque ambos hayan rehecho sus vidas y se vayan a casar próximamente. De hecho, Ella lo hará en agosto y se irá a vivir a Estados Unidos. ¿Seguirá con ese plan después de este reencuentro?
En este matrimonio ya extinto hay un tercer personaje en escena: la mesa en el centro del escenario, la mesa soporta, acoge y obstaculiza. Ella y Él orbitan alrededor de este mueble. La mesa conforma esa aura del tono atemperado de la escenografía. Y es que encontramos en el decorado una sobriedad que anula cualquier detalle donde los cuerpos no sean la máxima expresión. Gracias a Marta Gómez, cada movimiento está medido al milímetro, se agachan, se tumban, se levantan, caminan por el escenario, y nada de ese oscilar es baladí. Ni su vestuario, tan acertadamente ideado por Guadalupe Valero. El negro de sus prendas hace que no te detengas en aspectos superfluos, sino en sus palabras, en el contenido de su historia. Ni siquiera la luz es prolija, hay pocos cambios de color, pero estos son decisivos gracias a José Manuel Guerra. Las actuaciones son magistrales, y tienen tablas, así que no esperaba menos de ellos. En ese diálogo en el que hablan durante setenta minutos solo está el aura del divorcio, su expresividad, su historia, sus gritos, su amor desesperado. Y la mesa.
He disfrutado mucho de esta representación, más de lo que creía por ser de un género que frecuento poco. Es un drama, sí. No estoy muy acostumbrada a disfrutar del drama en el teatro, pero este ha sido distinto, la sensibilidad llega al espectador de una forma tan natural, donde se despeja la línea entre el sexo y el amor, entre la sumisión y la violencia entre ellos, ¿o sigue estando latente dicha línea? Por cierto, no creáis que el título alberga una gran banda sonora en la obra; y esto es lo más curioso de todo, porque hay una ausencia importante de música. La suite Sarabande de Haendel es lo único que se escucha al principio y al final.
Id a ver este drama teatral, y saldréis de ahí con una gran pregunta en la cabeza. ¿Es el comienzo o el final de su historia de amor o desamor? Está hasta el 13 de abril. ¡No os la perdáis en el Teatro Infanta Isabel de Madrid!
Escritora, correctora y maquetadora. Asimismo, bloguera de La boca del libro.